Abrazar la sombra

Hace cinco años, comencé un proceso de descubrimiento personal que cambió mi vida. Había obtenido algunos logros y tenía un trabajo que parecía cubrir mis necesidades, pero sentía que vivía la vida de alguien más. Yo tenía 38 años entonces.

Trabajaba en un corporativo y, a pesar de mis grandes luchas interiores alcanzaba a dar los resultados que mis jefes exigían. Sólo yo – o, por lo menos, así lo consideraba – sabía lo que pasaba en mi interior. Durante mi vida en el mundo corporativo, todos parecían estar satisfechos con mi trabajo. Mis jefes veían con buenos ojos mi desempeño y, en casa, mi entonces esposa e hijos vivían una vida agradable. Yo no era de los ejecutivos que descuidaran a la familia, al contrario gastaba todo el tiempo fuera de la oficina para ellos. No me reclamaban más atención.

Pero en mi trabajo me sentía miserable. No porque fuera malo en lo que hacía. Al parecer yo soy el único que demeritaba mis logros y sobre todo mi laboriosidad. A mi alrededor la gente parecía trabajar como maquinitas, yo era más bien como la liebre que compite con la tortuga. Y no me gastaba el tiempo jugando sino que tenía grandes luchas en mi interior. Y cuando tenía tres días para entregar una tarea, los dos primeros podía estar mirando la pared o el techo pensando cómo hacer lo que me habían pedido; mientras cualquier otra persona estaría aplicada trabajando en lo que le asignaron yo estaría dándome de topes, ideando, imaginando, planeando, borrando, investigando en internet, leyendo otro libro. En el día tres, despertaría antes del amanecer con la respuesta y haría todo el trabajo de corrido, sacando en un solo día lo que me pidieron.

Los jefes solían dar por recibido el trabajo pero siempre había algo que corregir, de todas formas. No importaba qué tan bien hecho estuviera. Ya fuera algo que viniera de mí o de otro de mis compañeros. En ambos corporativos en los que trabajé el jefe terminaba “orinando” las esquinas de nuestro trabajo para marcar su territorio y recordarnos que, aunque éramos buenos en lo que hacíamos, “él mandaba aquí”.

No había cosa que repugnara más y tampoco había emoción que reprimiera más. Pensaba que para retener mi trabajo debía quedarme cayado. ¿De dónde aprendí eso? De decenas de veces en las que reclamé y quedé humillado, fui sacado del equipo, perdí amistades, destruí reputaciones, lastimé a otras personas.

Mis emociones destructivas no era lo único que callaba en la oficina. También mis ideas más brillantes. Cosas tan estúpidas que no eran bienvenidas por otras mentes. En el pasado, pensaba que mis oyentes tenían mentes cerradas y que estaban equivocados al rechazar mis invenciones. Pero en algún momento me convencí de que si ellos eran los que tenían el dinero y los que tenían el poder, “debían saber lo que hacían”.

No me sentí oprimido por ellos, me sentí más bien, inútil, improductivo, imperfecto.

“Ellos” lograron construir su imperio desde la pobreza. “Ellos” habían salido de barrios pobres, forjado una reputación con su trabajo intenso, pagaron sus estudios, hicieron grandes negociaciones, vendieron, ganaron, triunfaron, con trabajo… y tenían “los pelos de la burra en la mano”. En sus cuentas bancarias tenían la evidencia de la que yo carecía: mis ideas valían cero, las suyas millones. Si “Ellos” decían que mi idea era tonta… entonces lo era.

Y si Ellos decían que no debía dejarme llevar por mis emociones, entonces así debía ser. En algún momento me había convencido a mí mismo de ello.

“Tuve la oportunidad de ser uno de ellos”, al menos me la dieron externamente. Pero de los del nivel de abajo, de ahí que mientras “Ellos” seguían tomando las decisiones, me daban permiso de ser uno de los “ellos” con minúscula, y tener algunos beneficios. Porque hay “ellos”, “Ellos” y “ELLOS”.

A final de cuentas aprendí a jugar según algunas de sus reglas pero había una fuerza interna gigantesca que  me corroía: “nunca me identifiqué con ellos, mucho menos con Ellos” y me sentía perdido.

Entonces un día tomé el teléfono. Llamé a Arturo y le dije lo que sentía. Me recomendó un libro, como suele hacerlo y me dijo que le llamara después de leerlo.

Leí entonces el libro del Elemento y después un libro más del mismo autor, Encuentra tu elemento. Una persona plena es aquella que está en “Su elemento” decía el autor.

Algunos tienen la suerte de encontrarlo sin darse cuenta de que lo estaban buscando. Simplemente cayeron en él como el burro que tocó la flauta. Otros están hechos para el mundo cotidiano y su naturaleza embona perfectamente con el entorno. Pero algunos no. Algunos requerimos encontrarnos primero.

En el libro, Sir Ken Robinson mencionaba la necesidad de conocerse a sí mismo y contó su experiencia de autodescubrimiento. Entre las herramientas que llegaron a sus manos estaba el test de estilos de personalidad MBTI. No perdía nada con responderlo.

Tomé el test y cuando leí los resultados, sentí que conecté con algo muy profundo dentro de mí. La descripción que leía sobre los ENFPs estaba escrita por alguien que me conocía perfectamente.

Me transportó a aquella noche en la que me perdí en el parque de diversiones cuando tenía cinco años; observando los juegos solté la mano de mi padre y cuando quise tomarla ya estaba solo. Durante unos minutos estuve perdido. Pero de pronto escuché mi nombre y crucé miradas con él me sentí encontrado. Esa misma sensación experimenté mientras leía los resultados de mi evaluación. En ambas experiencias lloré, a los treinta y ocho lo mismo que a los cinco.

Entonces empecé a dejar salir mi “niño interior” me volví alegre, espontáneo, dejé que emergieran las emociones y empecé a expresar mis sentimientos, sobre todo mis afectos con los que tenía a mi alrededor.

No todos quedaron contentos con mi nueva forma de comportarme. Dejé mi trabajo en el corporativo, pues yo “sabía” que no encajaba y parecía que estaban esperando a que yo renunciara para no darme una liquidación.

Todo estaba en mi mente, ahora que lo veo… Si hubieran querido que me fuera, no hubieran escatimado. “Ellos” simplemente hacían lo que se proponían. En cambio, yo no… yo me proponía cosas, y mientras iba de camino, otra cosa aparecía, más interesante, más atractiva, más emocionante.

Dejé salir “mi yo más profundo”, supuestamente. Pero sólo estaba sacando la parte “luminosa”, aceptando lo bueno, lo agradable, según yo.

Empezar a ser yo mismo me causó algunas pérdidas..

Fue entonces cuando me empecé a doler.

Mucho.

Este proceso de descubrimiento me permitió encontrar un lado agradable de mi vida y durante estos últimos años, soy feliz cuando lo saboreo. Pero con esta luz, viene la sombra.

Cuando hago un balance entre “lo bueno” y “lo malo”, cuento cada uno de los aspectos positivos, uno por uno, lo voy colocando en la balanza. Mientras que lo negativo, lo veo todo “en bola”, digo más o menos es “tanto”. Entonces me convenzo de que es mucho más lo bueno y por lo tanto vale la pena. Pero el bulto de dolores se ha quedado ahí en un lado, como se acumula la ropa sucia en el closet o los trastos en la cocina.

Llega un momento en que “alguien tiene que limpiarlos”.

Entonces llego la clase. “Crecer a través de la sombra” decía el título. Como traía el tema del conocimiento propio me sentí motivado al principio, pero cuando las cosas comenzaron a ponerse densas quería salir corriendo. “No quiero estar aquí”, me dije muchas veces durante la clase.

Postergaba cuanta tarea encargaban y entraba a cada actividad con resistencia: desde elegir una tarjeta y ponerte a bailar fingiendo ser un animal hasta escribir acerca de mis miedos. De la misma forma en que muchas veces podía vestir mi traje ejecutivo y entregar la tarea que los jefes me pedían, podía hacer eso y entregarle la tarea al maestro. Mientras tanto, algo se agitaba en mi interior.

“Te odio” quería gritarme a mí mismo, a esa sombría parte de mí que me acompaña. Igual que en un matrimonio en el que llega la lucha cuando se terminó la luna de miel, así mi vida conmigo, llegué a un punto en donde no sé cómo llevarme hacia adelante. Me duelen tantas cosas, me duele vivir frustrado, me enfurecen las reglas del juego, me cala.

Y quisiera lanzar viento y mareas contra “ellos” desquitarme de lo que me han robado. Y me siento contenido por las reglas del juego, porque “yo mismo” me lo provoqué por no saber jugarlo. Y que al final, lo que más me enfurece es que, en sentido estricto, nadie me ha robado nada.

Sin embargo, me siento humillado, triste, abatido. Frustrado, existencialmente perdido. Enojado y resentido y sin posibilidades de salir adelante.

Por eso cuando en una inocente tarea, como si fuera de kinder, como si fuera a un niño de cinco años, que hace un par de días se perdió y regresó del parque de diversiones. El profesor dijo dibujen tres triángulos. Y cuando mostré mi tercer triángulo al grupo se me cortó la voz.

¿Qué ha pasado? ¿Por qué se te corta la voz?, dijo el maestro.

¡Cómo no se me cortará la voz si estoy tocando el dolor en mis profundidades! Por supuesto que le tengo envidia a las personas que “tienen lo que quieren” y que para alcanzarlo no les importa desconectar sus emociones. Pueden trabajar sin distraerse de estupideces, pueden enfocarse en lo que quieren y eliminar de camino todo aquello que se interponga, sea persona, animal o cosa.

Pueden tratar a los demás como si fueran objetos, pueden pelear sin preocuparse de perder amistades y cuando lo hacen lo hacen con la frialdad de un cirujano. Yo no puedo hacer eso.

No puedo pegarle a mis amigos. No quiero. Porque sufro cuando les hago daño. Y cuando peleo no controlo mis impulsos, no soy frío, al contrario. Se desbocan como caballos mis emociones y entonces lastimo, hice daño a los que quiero y algunos se han alejado de mí.

Entrar en conexión con esta parte mía me arde por dentro.

Entonces, ¿ha traído males este encuentro con la sombra? No, al contrario.

Hace algunos años tuve un sueño recurrente. A veces era un mar, a veces un lago o hasta un estanque. Pero siempre aparecía debajo del agua un pez enorme y feo. Un monstruo. Un leviawtán. Le lanzaba el anzuelo y el monstruo lo mordía. Pero no lograba sacarlo nunca.

Psicólogos, psiquiatras, coaches, psicoanalistas, consejeros espirituales, chamanes y amigos de cantina. A cuanta persona he contado mi sueño, me ha dado una interpretación distinta. Alguno recomendó leer el libro de Hemingway. Otro me hizo escribir una carta. Hubo quien dijo que soñar con peces siempre era señal de dinero y otro más que significaba una buena oportunidad que estaba por llegar.

Entonces quise verlo bajo la mirada de la sombra. ¿Y qué si soy yo? ¿Qué si es esa parte de mí que reina en las profundidades del mar y que me invita no a sacarlo del agua sino a bajar con él? A hacerme uno con él y entonces poder entrar y salir como me plazca.

Cuando leo la descripción de Poseidón dentro de los arquetipos. También me siento encontrado. Me cuesta alegrarme de verme. Porque no me gusta. Me duele. Pero soy así.

El profesor dijo en la clase, tal vez esa sea tu mayor riqueza.

Tal vez. Tal vez no. Lo sea o no lo sea, es una parte de mí y sin ella estaré incompleto. Por eso empecé a abrazar mis emociones, por eso comencé a dejarme sentir lo que siento. Y he comenzado a visitar mi espacio interior. No el intelectual –porque acostumbro mucho estar hundido en mis pensamientos– sino emocional, sobre todo esas emociones sombrías y desagradables que me cuesta experimentar.

No soy solo un estilo de personalidad, no soy solo un arquetipo; es más ni siquiera soy todos ellos. Soy más aún que eso. El camino del descubrimiento no se acaba. No termina nunca, no tiene límites hacia adelante. Los límites están a la derecha y a la izquierda. Porque no buscarme no me lleva a nada y fingir ser otra cosa me lleva a más dolor todavía.

No sé que me depara en adelante, no sé si tendré éxito o no. No lo sé. Pero creo que he aprendido a ser más Alejandro en este camino. No merezco un título de Master, lo tengo bastante claro, porque no domino gran cosa. Tal vez haya memorizado los conceptos y aprendido las técnicas, pero aprender a desarrollarme no estoy seguro que algún día se pueda. Mientras tanto sigo en la aventura, de tratar de convertirme en una mejor versión de mí mismo.

About the author

Me gusta el aprendizaje, el crecimiento, contribuir al mundo; amo a mis hijos; explico cosas; comparto mis pensamientos; escucho a los demás; practico la filosofía y el coaching; doy conferencias, talleres y clases a quien se deje; me gusta dejar un pedacito de mí en la vida de las personas.